Comentario
Parece superfluo insistir en una valoración de la personalidad de César y de su significación para la historia de Roma, tema que ha atraído a historiadores y literatos, a pensadores y hombres de estado. Desde la misma Antigüedad, la vida y obra de César ha suscitado biografías, estudios, ensayos y obras de creación en plástica, literatura y música, en las que, la mayoría de las veces, la fascinación del personaje ha servido como pretexto para dar rienda suelta a la propia fantasía, para crear, pues, infinitos césares, arbitrarios y contradictorios.
Nadie pondría hoy en duda su calidad de escritor; muy pocos, su capacidad de estratega, no sólo por sus extraordinarias dotes de mando o su genio táctico, sino por haber sido el auténtico creador del ejército de época imperial; muchos sí, en cambio, su calidad de hombre de Estado. ¿Se agota la obra de César en su victoria sobre la república o es ésta, simplemente, el presupuesto para una nueva creación surgida de la riqueza de su genio? La cuestión ha suscitado una sugestiva controversia, cuyos polos oscilan entre la negación a César del calibre de un auténtico hombre de Estado, por encima del nivel tradicional de la clase política -aun admitiendo su capacidad como político, estratega y su poco común personalidad-, o el reconocimiento de una dotes fuera de lo común que lo calificarían de gran estadista.
Independiente de los múltiples esfuerzos por aprehender su personalidad, aun a riesgo de caer en la apreciación subjetiva o en el ensayo, surge la cuestión de definir la importancia y alcance de César para la Historia. En la encrucijada de dos sistemas políticos, República e Imperio, no es de extrañar que grandes historiadores, como Mommsen, hayan considerado a César como el fundador del Imperio o, al menos, como el genial prefigurador de las estructuras políticas del futuro régimen que gobernaría a Roma en los siguientes siglos.
No obstante, César no fue capaz de intuir y elaborar nuevos cauces a los ordenamientos tradicionales de la Constitución. Pudo ser el primer monarca de la historia de Roma, pero no el creador de la monarquía como institución. Pero no es menos cierto que su influencia sobre el Estado aceleró el proceso que debía conducir de la República al Imperio. Y su muerte no fue totalmente estéril, en cuanto enseñó a su heredero político, Octavio César Augusto, la vitalidad del republicanismo y el peligro de una abierta actitud monárquica. En la reordenación del Estado que siguió al desenlace de la segunda guerra civil, Augusto aplicó prudentemente esta lección, al recibir un poder absoluto bajo formas republicanas en la original fórmula política del principatus.
En cualquier caso, la vida de César supera la vigencia de la res publica. El Estado comunal oligárquico, herido de muerte por las ambiciones de los aspirantes al poder autocrático, sucumbe a los sistemáticos golpes del dictador César. El poder no emana ya de las instituciones de una res publica servidora de los intereses de un restringido grupo de privilegiados, sino de la autoridad de un individuo, respaldada en el poder de la fuerza.